A través del tiempo, las ciudades y los pueblos cambian su aspecto e incluso su cultura. En la época colonial, ,muchas de las que hoy en día son grandes e importantes ciudades todavía veían muy lejos su esplendor y presentaban un aspecto incluso casi deplorable, como el caso de las ciudades portuarias, como Acapulco o la ciudad de Veracruz, de la cual hoy hablaremos.
En su libro "La época Barroca en el México Colonial", Irving A. Leonard nos ofrece una descripción de como era el arribo de los viajeros europeos al nuevo mundo, y en concreto, en este caso, a la entonces Nueva España.
La Vera Cruz, donde los
viajeros desembarcaban, tenía aspecto de mal acabada novedad pues, por cierto,
no cumplía aun la primera década de haber sido fundada. La ubicación anterior
del puerto, más al sur, se abandonó al terminar el siglo XVI, ya que la roca
fortificada de San Juan de Ulúa ofrecía mayor protección contra los fuertes
vendavales del norte y contra los feroces piratas que podían llegar de
cualquier parte. Además de esto, pocas razones había, que recomendaran la
elección del lugar para poblarlo y, no obstante su importancia como centro de
intercambio comercial y puerta de entrada al opulento virreinato, su población
apenas excedía los dos mil habitantes. Estaba situada la Villa Rica en un
triste páramo de arena, quebrado por pequeños arroyos sinuosos, ciénagas y
charcos de agua estancada; el calor húmedo, los enjambres de mosquitos, jejenes
y otros insectos nocivos, hacían el lugar singularmente insalubre. Los
frecuentes y fuertes chubascos de larga estación de lluvias, que a la llegada
de la flota tocaba a su fin, dejaban un ambiente húmedo, enrarecido, casi sofocante,
y en el parecían proliferar toda clase de plaga y de alimañas repugnantes.
“Cuando llueve, cada gota produce un sapo, y algunos son tan grandes como un
sombrero”, escribe uno de los primeros cronistas. La flora y fauna eran
correspondientemente hostiles; cocodrilos y caimanes se tendían visiblemente a
las orillas de los estuarios pantanosos. Las toscas habitaciones de tablas y
vigas se esparcían sin orden alguno y daban al puerto marítimo un aspecto
desaliñado. Los albergues de los ricos mercaderes y los de los pobres
miserables apenas se distinguían entre sí; la monotonía de los edificios, ya
fuesen habitaciones, iglesias o conventos no se aliviaba por la cal ni por
adorno alguno; las estructuras tenían un aspecto de podredumbre durante la
época de lluvias, mientras que temblaban, gemían y se sacudían cuando las
azotaban los vientos borrascosos. Durante los meses secos, la madera era como
yesca, fácil presa de fuegos devoradores que a menudo arrasaban la población.
Fuente:
La época barroca en el México colonial. Irving.
A. Leonard. FCE, México, 1996. pp. 19-21