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miércoles, 6 de marzo de 2019

PEREGRINAR A CHALMA EN LA DÉCADA DE LOS 60 (SEGUNDA PARTE)


Continuando con la narración del día de ayer sobre cómo era el camino a Chalma en los años 60, cuya primer parte puedes leer aquí; mientras tanto, dejo en seguida la segunda parte:

Abundan en ellos los hatos de ovejas. Y es un espectáculo que deja una grata sensación de tranquilidad, ver como triscan la hierba sin arrebatos ni disensiones; como descansan apaciblemente a la sombra de los árboles; con que docilidad y sumisión siguen a la que lleva el cencerro, y con qué ternura las madres amamantan a sus pequeños hijos, lamiéndoles amorosamente el endeble cuerpecito.
A lo lejos las montañas recortan enérgicamente su silueta contra el cielo, y en sus cumbres se asiente la neblina, coronándolas de blancos penachos como nevados picos.
Los campos labrantíos están divididos en tal forma, que a lo lejos parecen tableros de ajedrez; y la avena y la cebada están recogidas en gavillas y dispuestas con tal simetría, que se antojan cuadrillas que se disponen a bailar “los lanceros”, o chicas que van a ejecutar una tabla de gimnasia.

Los pueblos que se encuentran a lo largo del camino presentan la fisonomía, que se va repitiendo: casa que se agrupan en torno de la iglesia, calles retorcidas que son verdaderos vericuetos, paredes blancas o adobes desnudos, techos rojos o grises, caminos ocres y polvorientos, bordeados de piedra, de palos o de magueyes. Pueblos tristes, cansados, con un letargo de siglos; pero que hoy, gracias a las vías de comunicación y al impulso que se le ha dado a la educación, sacuden su sopor y pugnan por incorporarse a la civilización.

Y ya para llegar, se presentan profundas cañadas en cuyo fondo serpentea el río, que en su afán de abrirse paso, golpea aquí contra una roca; allá, contra el tronco de un árbol; da aquí un ligero salto y se despeña después a considerable altura, y va así coronándose de blancas espumas. Marcan y vigilan su paso majestuosos acantilados que toman las más grotescas formas en la imaginación; en sus paredes han colgado sus nidos las golondrinas y han fabricado sus panales las abejas.
Y después de llevar por largo tiempo los ojos prendidos en el paisaje, el devoto advierte que se está aproximando a Chalma, y el corazón la da vuelcos y una secreta ansiedad le consume.
El pensamiento de que en breves momentos estará ante la venerada imagen a la que tantos favores se atribuyen, lo hace estremecerse de emoción, y no deja de preguntarse interiormente: ¿Cómo será el Señor?...Y por ser Chalma tan famoso a lo largo de nuestro suelo, experimenta vivos deseos de conocerlo.


Fuente:
Ayala Q, J. (1968). CAMINO A CHALMA. En CHALMA 1683-1962. México.

domingo, 3 de marzo de 2019

PEREGRINAR A CHALMA EN LA DÉCADA DE LOS 60 (PRIMERA PARTE)



Emblemático por siglos es el famoso Santuario del Señor de Chalma. El Cristo Negro de Chalma es venerado desde la época colonial y su fama se compara a la de otros Cristos como el Señor de Esquipulas en Guatemala, o el Señor del Hospital de Salamanca, Guanajuato.
El Sacerdote Fr. Jorge Ayala preparó hacia el año de 1963 un libro a manera de monografía acerca de datos históricos, así como costumbres y tradiciones del Santuario de Chalma en esa época. Constituye un libro que aporta una de las descripciones históricas más agradables y también quizá una primitiva guía acerca del Santuario. La lectura del libro es amena, como se aprecia por ejemplo en este texto donde se describe como era llegar al Santuario en la década de los 60:

Ir a Chalma no es tan sólo recorrer el camino de la Fe y la Esperanza, sino también el de la belleza y la poesía, sobre todo si el que va, hace el viaje por el camino abierto recientemente y en tiempo en que no hay ferias, en los meses en que la tierra ha recibido el beneficio de las lluvias;  así se evitará empellones, discusiones por los asientos; no le molestarán las conversaciones en alta voz ni las carcajadas estridentes, ni ese maremágnum que impide la visibilidad y asfixia, y tendrá la oportunidad de admirar el paisaje en toda su grandeza.

Conforme el autobús devora la distancia, el más variado paisaje se ofrece a la vista. Ahora es el bosque, en donde los árboles se agrupan profusamente, y sus ramas se entrelazan para formar un inmenso toldo verde, cuya resistencia perforan, tenaces, los rayos del sol, para ir a besar las ateridas aguas de arroyos y riachuelos que cobija la espesura, estallando ese beso en mágicas irisaciones. El musgo alfombra el suelo y sube por troncos y por rocas, tapizándolos de suave terciopelo. De las entrañas del bosque se escapa un halito de humedad y un marcado olor a resina, y en el fondo las aves desgranan sus trinos en magnifico concierto.
Después son extensos prados los que se admiran, cubiertos de mullido césped salpicado de flores multicolores: las blancas aceitillas y los no menos blancos chicalotes, las doradas cincollagas y los girasoles rosas, los mirtos rojos y los morados chipiles; todas ellas dispuestas en caprichosos manchones como si un distraído pintor, en un imperdonable descuido, hubiera mezclado sin concierto los colores de su paleta, y que a la postre, y sin proponérselo, le resultara artístico.

La continuación de este texto el día de mañana...