Emblemático por siglos es el
famoso Santuario del Señor de Chalma. El Cristo Negro de Chalma es venerado
desde la época colonial y su fama se compara a la de otros Cristos como el
Señor de Esquipulas en Guatemala, o el Señor del Hospital de Salamanca,
Guanajuato.
El Sacerdote Fr. Jorge Ayala
preparó hacia el año de 1963 un libro a manera de monografía acerca de datos
históricos, así como costumbres y tradiciones del Santuario de Chalma en esa época.
Constituye un libro que aporta una de las descripciones históricas más
agradables y también quizá una primitiva guía acerca del Santuario. La lectura
del libro es amena, como se aprecia por ejemplo en este texto donde se describe
como era llegar al Santuario en la década de los 60:
Ir a Chalma no es tan sólo
recorrer el camino de la Fe y la Esperanza, sino también el de la belleza y la
poesía, sobre todo si el que va, hace el viaje por el camino abierto
recientemente y en tiempo en que no hay ferias, en los meses en que la tierra
ha recibido el beneficio de las lluvias;
así se evitará empellones, discusiones por los asientos; no le
molestarán las conversaciones en alta voz ni las carcajadas estridentes, ni ese
maremágnum que impide la visibilidad y asfixia, y tendrá la oportunidad de
admirar el paisaje en toda su grandeza.
Conforme el autobús devora la distancia, el más variado paisaje se ofrece a la vista. Ahora es el bosque, en donde los árboles se agrupan profusamente, y sus ramas se entrelazan para formar un inmenso toldo verde, cuya resistencia perforan, tenaces, los rayos del sol, para ir a besar las ateridas aguas de arroyos y riachuelos que cobija la espesura, estallando ese beso en mágicas irisaciones. El musgo alfombra el suelo y sube por troncos y por rocas, tapizándolos de suave terciopelo. De las entrañas del bosque se escapa un halito de humedad y un marcado olor a resina, y en el fondo las aves desgranan sus trinos en magnifico concierto.
Después son extensos prados los que se admiran, cubiertos de mullido césped salpicado de flores multicolores: las blancas aceitillas y los no menos blancos chicalotes, las doradas cincollagas y los girasoles rosas, los mirtos rojos y los morados chipiles; todas ellas dispuestas en caprichosos manchones como si un distraído pintor, en un imperdonable descuido, hubiera mezclado sin concierto los colores de su paleta, y que a la postre, y sin proponérselo, le resultara artístico.
La continuación de este texto el día de mañana...
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